Misa Crismal | Abril 01 del 2021
Desde la Basílica de San Pedro en el Vaticano, el Papa Francisco impartió la homilia en la tradicional misa crismal del jueves santo.
El Jueves Santo tiene un especial sentido en el triduo pascual y es que con esta celebración la iglesia se une en torno a Jesús, sumo y eterno sacerdote. Por ello desde el Vaticano, el sumo pontífice y la representación de Pedro en la tierra, el Papa Francisco impartió su bendición en medio de la misa crismal.
En esta eucaristía se bendicen los santos óleos y el crisma, los mismos que son impartidos tanto a los enfermos para que tengan sanación de cuerpo y espíritu, como también a todos los bautizados en el momento de consagrarlos como hijos de Dios. Estos santos aceites son para la iglesia pilares fundamentales de bendición.
Además, el santo padre, bendice a todos los sacerdotes del mundo, en el día en el quie se celebra el sacerdocio como don de Dios instaurado por Jesucristo.
Aquí algunos apartes de la homilía de Francisco en esta misa crismal del jueves santo:
El Evangelio nos presenta un cambio de sentimientos en las personas que escuchan al Señor. El cambio es dramático y nos muestra cuánto la persecución y la Cruz están ligadas al anuncio del Evangelio. La admiración que suscitan las palabras de gracia que salían de la boca de Jesús duró poco en el ánimo de la gente de Nazaret. Una frase que alguien murmuró en voz baja se “viralizó” insidiosamente: «¿Acaso no es este el hijo de José?» (Lc 4,22).
Se trata de una de esas frases ambiguas que se sueltan al pasar. Uno la puede usar para expresar con alegría: “Qué maravilla que alguien de origen tan humilde hable con esta autoridad”. Y otro la puede usar para decir con desprecio: “Y éste, ¿de dónde salió? ¿Quién se cree que es?”. Si nos fijamos bien, la frase se repite cuando los apóstoles, el día de Pentecostés, llenos del Espíritu Santo comienzan a predicar el Evangelio. Alguien dijo: «¿Acaso no son Galileos todos estos que están hablando?» (Hch 2,7). Y mientras algunos recibieron la Palabra, otros los dieron por borrachos.
El Señor, que a veces hacía silencio o se iba a la otra orilla, esta vez no dejó pasar el comentario, sino que desenmascaró la lógica maligna que se escondía debajo del disfraz de un simple chisme pueblerino. «Ustedes me dirán este refrán: “¡Médico, sánate a ti mismo!”. Tienes que hacer aquí en tu propia tierra las mismas cosas que oímos que hiciste en Cafarnaún» (Lc 4,23). “Sánate a ti mismo...”.
El Señor, como siempre, no dialoga con el mal espíritu, sólo responde con la Escritura. Tampoco los profetas Elías y Eliseo fueron aceptados por sus compatriotas y sí por una viuda fenicia y un sirio enfermo de lepra: dos extranjeros, dos personas de otra religión. Los hechos son contundentes y provocan el efecto que había profetizado Simeón, aquel anciano carismático: que Jesús sería «signo de contradicción» (Lc 2,34) [2].
La palabra de Jesús tiene el poder de sacar a la luz lo que cada uno tiene en su corazón, que suele estar mezclado, como el trigo y la cizaña. Y esto provoca lucha espiritual. Al ver los gestos de misericordia desbordante del Señor y al escuchar sus bienaventuranzas y los “¡ay de ustedes!” del Evangelio, uno se ve obligado a discernir y a optar.